¿Cuándo se cruzaron por primera vez el queso y el vino, dando comienzo a su historia en común? ¿Qué pueblo, en particular, descubrió las bondades compartidas de ésta que, desde el primer momento, debió ser considerada por su anónimo descubridor como algo semejante a la pareja perfecta?
Entre las creaciones más logradas y perdurables del mundo antiguo, al lado de la danza y los primeros rudimentos matemáticos, la domesticación del fuego y la rueda, se encuentran dos auténticos dones que una parte de la humanidad protosedentaria le hizo a las incontables generaciones que vinieron después: el queso y el vino. Aún cuando cada uno de ellos tiene su propia y particular historia, en algún momento prehistórico, ambos comenzaron a recorrer también un camino compartido que, con el paso del tiempo, acabó por convertirse en una tupida red de senderos –unos, estrechos y agrestes; otros, más anchos y refinados–, una rica y variada red que ha llegado hasta nuestros días.
¿Cuándo se cruzaron por primera vez el queso y el vino, dando comienzo a su historia en común? ¿Qué pueblo, en particular, descubrió las bondades compartidas de ésta que, desde el primer momento, debió ser considerada por su anónimo descubridor como algo semejante a la pareja perfecta? Aún cuando resulta imposible dar una respuesta precisa y convincente a estas interrogantes, es muy probable que ese momento adánico, esa primera vez, haya ocurrido en algún lugar –o en varios de ellos– de la soleada y ancha zona del Mediterráneo y Asia Menor, durante el periodo neolítico, entre alguno de los pueblos que ya vivían de la agricultura y el pastoreo e incluso comenzaban a emplear la sal como conservador de varios alimentos. ¿Fueron los egipcios? ¿Los persas? ¿Los fenicios? ¿Los hebreos del Antiguo Testamento? ¿Los griegos prehelénicos?
Aunque históricamente no es posible precisar esa “primera vez” en que coincidieron el rey de los lácteos y el licor obtenido de la uva fermentada, ese momento de epifanía que debió provocar un ¡Eureka! tanto o más clamoroso que el de aquel griego aficionado a los baños de tina (un tal Arquímedes de Siracusa), algunos textos antiguos vienen a poner en evidencia que para la época de Homero (siglo VII antes de Cristo) la combinación del queso y el vino no sólo era algo común y corriente, sino que ya para entonces la suculenta dupla era considerada tan antigua como la tos.
La tradición homérica daba por hecho que ambos alimentos formaban parte de la dieta de quienes habían ido a la Guerra de Troya. Como es sabido, ésta no ocurrió sólo en la imaginación de Homero y compañía, pues según una legión de helenistas, comenzando por los teutones Dorpfeld y Schliemann, la ciudad de Príamo existió en un punto preciso de la actual Turquía, cerca de Dardanelos, y el constatable incendio que la devoró, tuvo lugar hacia el siglo XII de la era precristiana. Y como al decir de los poemas homéricos, la famosa guerra, provocada por una mujer tan hermosa como inconstante (Helena, “la de las blancas manos”), quien luego de abandonar a su marido Menelao rey de Esparta, huyó con un príncipe troyano de nombre Paris, demoró diez largos años en resolverse, los griegos (también llamados dánaos o aqueos) solían saquear, para su avituallamiento, a los pueblos cercanos a Troya. Lo relevante del caso es que era común que en el botín apareciera queso y vino, lo cual significa que ambos alimentos se producían ordinariamente en Asia Menor.
Pero no sólo en esa zona, pues la Odisea da cuenta de cómo en su errático y prolongadísimo viaje de regreso a su patria, el cual demoró otros diez años, Ulises y sus acompañantes llegaban a tierras desconocidas, poco civilizadas y hasta salvajes donde, sin embargo, el queso y el vino estaban presentes. Uno de los mejores ejemplos se encuentra en el Canto IX de la citada epopeya, cuando una tempestad marina de varios días deposita a una parte de la flota griega en las orillas de la isla de los cíclopes, donde los navegantes extraviados descubren, con no poco asombro, que aún entre aquellos gigantescos y temibles seres de un sólo ojo se producía vino y también se amasaba el principal de los derivados lácteos. Ulises cuenta que, al entrar a la caverna que servía de morada al mayor de los cíclopes (Polifemo), “Vimos zarzos cargados de quesos”(1) y cómo, cuando el fabuloso ser llegó al recinto con sus rebaño, “Sentado ordeñaba, después, sus ovejas y cabras balantes/ cada cual por su orden; soltándoles luego las crías/ por debajo, cuajó la mitad de la cándida leche/ y dejóla guardada en trenzados cestillos”.(2)
Poco después, cuando el cíclope descubre a los intrusos y devora a algunos de ellos, Ulises, que busca la manera de salir de tamaño aprieto, le ofrece al ingrato anfitrión, a modo de presente, de un odre “repleto de un dulce/ vino negro que antaño me diera Marón el de Evantes,/ sacerdote de Apolo, el patrono de Ísmaro”.(3) Y tanto le gusta al cíclope aquella bebida que no se detiene en elogios, haciendo una comparación con el vino que se producía en su isla: “nuestro fértil terruño también a nosotros da un mosto/ de racimos egregios que nutre la lluvia de Zeus;/ pero esto es efluvio de néctar y flor de ambrosía”.(4) Como se sabe, Polifemo, tan buen catador como cruel con los humanos, tiene un mal fin, pues luego de quedar embriagado e inconsciente por el vino supremo de Ulises, éste y sus acompañantes se aprovechan de ello para herirlo en el único ojo y, de esa manera, poder escapar de la suerte de sus finados amigos.
Poetas y prosistas latinos también dan cuenta de la prosperidad que la pareja queso-vino tuvo, tanto en la Roma histórica, como en la mítica. Y aún cuando el imperio romano colapsó en el siglo V de nuestra era, las antiguas colonias (los actuales países europeos) ya no perdieron el gusto por el vino ni por el manjar lácteo. Al contrario, ese gusto se hizo más extensivo y refinado. Cuando las lenguas neolatinas comenzaron a ser escritas, en más de una de ellas se celebran las bondades de uno y otro. Ése es el caso de varios de los primeros poetas de la lengua española quienes, como Gonzalo de Berceo ¬–nativo, por cierto, de la celebérrima zona vitivinícola de la Rioja– llegan a considerar, en el temprano siglo XIII, que la calidad de sus mejores versos es digna de premiarse con “un vaso de bon vino”.(5)
Sibaritas del queso y el vino no sólo fueron los cortesanos, sino la gente del medio rural. Ejemplo del primer caso es el poeta sevillano Baltasar de Alcázar, quien hacia la segunda mitad del siglo XVI hace una celebración lírica de la buena mesa, hablando primores de un vino que destaca entre otros, celebración en la que incluye también al queso, complemento ideal del primero: “¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!/ ¡Qué rancio gusto y olor!/ ¡Qué paladar! ¡Qué color!/ ¡Todo con tanta fineza!// Más el queso sale a plaza,/ la moradilla va entrando/ y ambos vienen preguntando/ por el pichel y la taza”.(6) Por su parte, los rústicos habitantes de Fuentovejuna consideran que pocos regalos se equiparan al que contenga odres de vino (“cueros”) y piezas de queso: “Y porque digo puro, os asseguro/ que vienen doze cueros, que aún en cueros/ por enero podéis guardar un muro,/ si de ellos aforráis vuestros guerreros,/ mejor que las armas azeradas;/ que el vino suele dar lindos azeros.// De quesos y otras cosas no excusadas/ no quiero daros cuenta: justo pecho/ de voluntades que tenéis ganadas;/ y a vos y a vuestra casa, ¡buen provecho!”.(7)
Ya para esa época (el cambio del siglo XVI al XVII), hacía buen rato que el queso y el vino habían traspuesto el Océano Atlántico, adquiriendo casi de inmediato carta de naturalización en el Nuevo Mundo. Aquí ambos pudieron ensanchar su horizonte. Varias cepas se aclimataron magníficamente en algunos valles privilegiados y la inventiva local produjo nuevas y exquisitas variedades de queso. Todo ello, aparte de enriquecer el universo de los vinos europeos y de los lácteos ídem, terminó haciendo también más placentero el arte de mover el bigote y de empinar el codo.
1. Homero, Odisea, traducción de José Manuel Pabón, Gredos, Madrid, 2000, p. 137.
2. Ibid.
3. Ibid., p. 136
4. Ibid., p. 141.
5. Gonzalo de Berceo, Milagros de Nuestra Señora, Porrúa, México, 1976, p. 180.
6. Baltasar de Alcázar, “Una cena”, en Francisco Montes de Oca, Ocho siglos de poesía, Porrúa, México, 1976, p. 137.
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