Sus obras están hechas a lo grande. Vulgar y materialista para algunos, agudo para otros, la propuesta de este artista estadounidense reconcilia el arte contemporáneo con la sociedad, incluso a niveles masivos.
Por Beatriz Bastarrica
1955. Jeff Koons nace en York, Pensilvania, hijo de un decorador de interiores y de una ama de casa.
1977. Nueva York. El hijo del decorador de interiores, tras estudiar arte en Chicago durante tres años, trabaja vendiendo boletos de admisión en el MOMA. Cada mañana, los visitantes del museo se topan con él: chaleco floreado, sonrisa rotunda y una enorme flor de plástico inflable en la solapa del saco. En este momento Koons ya tiene muchos planes para su vida futura.
1991. Nueva York. El ya planetariamente conocido artista e hijo del decorador de interiores se disfraza de nuevo, esta vez para posar junto a una de sus obras: White Terrier, un cachorrito blanco impoluto de West Highland Terrier, hecho en porcelana. Lleva un traje azul de la década de los sesenta y su cabello está peinado con sumo cuidado, de lado.
A Jeff Koons le gusta disfrazarse. Forma parte constante de su forma de entender el arte. El cómo se tome esa costumbre, entre muchas otras, aquél que se enfrente a su obra, dictará el juicio final que se cree sobre ella. Porque cuando se trata de Koons, inevitablemente, siempre hay un juicio, una opinión. Por ejemplo, al inicio de su carrera de artista, Koons invirtió parte del dinero que había ganado como corredor de bolsa en Wall Street –otra de sus ocupaciones no directamente relacionadas con el arte– en fotografías-anuncio de autopromoción en las que aparecía en actitudes “exitosas” –rodeado de lujos extravagantes, o enseñando a un grupo de niños cómo triunfar en la vida– y que fueron publicadas en diferentes revistas de arte. Esta clase de publicidad es criticada por algunos como superficial, materialista y falsa. Por el contrario, otros piensan que es aguda y meta-artística.
Las opiniones también se dividen a la hora de analizar series como Made in Heaven, que creó para celebrar su amor por la actriz porno italiana Cicciolina
–con la que acabaría casándose, más tarde divorciándose y finalmente, luchando en los tribunales por la custodia del hijo común, en una interminable batalla de más de 15 años–.
En esta serie de fotografías y esculturas, que se pudo ver por primera vez en la Bienal de Venecia de 1990, Koons, desnudo, aparece caracterizado como astro del sexo, en actitudes explícitas, pornográficas, con su amor del momento. Esta vez el disfraz es la desnudez. Y esa desnudez, por momentos resulta casi inocente, de vulnerable que se nos presenta el artista en cada una de las escenas. (La intención, declarada, del artista con esta serie, era eliminar el miedo, la vergüenza y la culpabilidad de la mente de quienes disfrutaran de las imágenes, todo ello por obra y gracia de la imbatible combinación amor-sexo.) Hubo críticos, sin embargo, que tacharon a Koons, a raíz de la presentación de la serie, de sensacionalista, y lo vieron como la encarnación de lo peor de la década de los 80, a la que ya creían finiquitada.
No todas las piezas de Jeff Koons implican su aparición con o sin algún disfraz. La mayor parte de los teóricos concuerda en que sus mejores obras son las tridimensionales, y dentro de esta categoría, muchas han resultado casi épicas en cuanto a su recepción por parte de la sociedad. Sucedió, por ejemplo, con la gigantesca Puppy, un cachorro de terrier de más de diez metros de alto compuesto por una estructura metálica recubierta totalmente por plantas y flores de distintos colores que pudo verse primero en Alemania, más tarde en Australia y finalmente, a las puertas del museo Guggenheim de Bilbao.
Las reacciones frente a esta pieza fueron sorprendentemente similares tanto en círculos especializados como por parte del público no experto. (Un amigo, artista y profesor de arte, asevera, en mi opinión muy acertadamente, que la importancia de Puppy radica en que volvió a conectar, a lo grande, al arte con la sociedad, después de muchas décadas de aislamiento del uno con la otra). La gente, aún hoy, acude en masa a contemplar al cachorro gigante, a disfrutar de su presencia demoledora.
Analizando detenidamente todas estas acciones artísticas, es fácil darse cuenta de que, independientemente de que concuerde con nuestro gusto personal, la propuesta de Koons es coherente de una manera apabullante.
Una frase del propio artista podría resumir esta propuesta y a la vez, explicar el por qué de su coherencia: “Lo que quería y aún quiero, es ayudar a la gente a aceptar su propia historia, su propio bagaje cultural”.
Ahí está el quid, la esencia de la cuestión.
Los detractores de Koons lo tildan de vulgar –esculturas protagonizadas por Michael Jackson con su chango o por cochinitos acompañados de querubines, son ya clásicas en su producción–, de superficial, de elegir como materia de trabajo elementos de la cultura de masas que no se caracterizan precisamente por su valor intelectual intrínseco, para luego, además, no reflexionar sobre ellos con la debida profundidad. Él, se defiende argumentando que todas las manifestaciones culturales son válidas y que nadie debería avergonzarse de todo aquello que integra su cultura, sino que al contrario, deberían aceptarlo.
Eso es, ni más ni menos, lo que él mismo hace al celebrar su sexualidad con Cicciolina, o al crear toda una serie de esculturas que reproducen a gran escala los juguetes preferidos del hijo, cuya custodia nunca consiguió: aceptarse, vivir con un júbilo casi pueril, jugar despreocupadamente con los elementos que conforman su mundo. Si el espectador se cree toda esta filosofía o no, es ya otro asunto.
Comentarios
2 respuestas a «Jeff Koons: la vida como un juego»
esculturas protagonizadas por Michael Jackson con su chango o por cochinitos acompañados de querubines, son ya clásicas en su producción–, de superficial, de elegir como materia de trabajo elementos de la cultura de masas que no se caracterizan precisamente por su valor intelectual intrínseco, para luego, además, no reflexionar sobre ellos con la debida profundidad. Él, se defiende argumentando que todas las manifestaciones culturales son válidas y que nadie debería avergonzarse de todo aquello que integra su cultura, sino que al contrario, deberían aceptarlo.
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Pues…me encantas Jeff 🙂 amo a los artistas valientes que expresan su creatividad a pesar de todo!