Andy Warhol: vivir, consumir, gozar, morir

Siempre quiso ser rico y famoso. Y este artista estadounidense, uno de los padres del arte pop, lo consiguió. Hay quienes ven en sus obras un simple y bello despliegue de logos y marcas. Pero, ¿qué hay detrás de esos cuadros tan decorativos?

Por Beatriz Bastarrica

“Cuando alguien toma cincuenta botes de sopa Campbell

y los lleva al lienzo, no nos interesa el punto de vista óptico.

Lo que nos interesa es el concepto que pretende llevar

al lienzo con cincuenta botes de sopa Campbell.”

Marcel Duchamp

 

La figura de Andy Warhol existe en un universo ambiguo: glamour, trivialidad, oscuridad y clarividencia conviven en su obra en un equilibrio que acaba por ser precario por la constante tendencia por parte de los medios a banalizar una propuesta que el propio artista quiso hacer llegar hasta su público disfrazada de todos esos adjetivos que le restaban, aparentemente, importancia y calado intelectual.

“Soy una persona profundamente superficial”, llegó a decir Warhol en algún momento. Lo mismo, sospecho, quería que se pensara de su obra. Por supuesto, ni lo uno ni lo otro resultarían ser del todo verdad.

Andy Warhol sólo pintó a Jackie Kennedy cuando su esposo ya había fallecido, a Marilyn Monroe cuando ella misma ya estaba muerta…

Pintó decenas de latas de sopa Campbell, asépticas, brillantes, y otras tantas decenas de botellas de coca-cola. Pintó flores con números para ser coloreadas, sillas eléctricas para ser colgadas en las paredes de lujosos salones; pintó a los más buscados por el FBI; billetes de dólar y accidentes automovilísticos…

Y a todos los incluyó en la misma triste y sórdida categoría: la de objetos de la sociedad de consumo. Para Warhol, la Monroe era un producto a consumir –con la vista y el oído– igual que un refresco se consume por la boca.

Warhol comenzó su andadura profesional en Nueva York al inicio de la década de los años 60, una época en la que el Mercado –lo escribo con mayúsculas porque por primera vez en la historia dicho mercado iba a ocupar el lugar que aún hoy ocupa– llevaba ya casi diez años siendo el rey.

Al calor de la aparición de más y más productos de consumo en la sociedad norteamericana, la mercadotecnia y la publicidad iban teniendo cada vez mayor importancia y por ende, más poder. Si algo aparecía en un espectacular o en la portada de una revista, ya era importante, ya era ese algo que todo el mundo deseaba. Las cosas sólo han ido a más hoy en día.

Warhol tomó como inspiración iconográfica todo esto. A fin de cuentas era su mundo, su entorno, igual que los mercados y las plazas de los pueblos lo fueron para Pieter Brueghel en el siglo XVI, por ejemplo.

Consumir = agotar. Ésa es la lógica de la economía de mercado y ésa era también la lógica según la cual operó la mente de Warhol casi toda su vida. Consumió amistades, marcas e ideas siempre desde el cinismo y la fina ironía –y en este sentido creo que es el más sólido heredero de Duchamp– pero también desde una desconcertante inocencia.

“Uno no creería cuanta gente cuelga un cuadro de la silla eléctrica en la habitación, sobre todo si el color del cuadro combina con el de las cortinas”, dice Warhol, con candor, a propósito de sus Desastres naranjas o plateados.

La sociedad te consume y al mismo tiempo tú la consumes a ella –y esto en la época del año en la que nos encontramos es más verdad que nunca–. Esta máxima Warhol la comprendería enseguida y la aprovecharía sin decoro, en una carrera contra sí mismo por alcanzar el estrellato, pero también en un juego intelectual que, no por oculto bajo tanta aparente trivialidad, es menos importante.

Cuando Warhol nos propone 100 latas de sopa Campbell, nos está obligando a pensar en cosas que aparentemente no tienen mucho que ver con esas latas: la sobresaturación de productos en la sociedad de consumo, la pérdida de la individualidad y la privacidad, la repetición banal, la desaparición del aura de los objetos por culpa precisamente de esta repetición…

Quienes ven en sus obras un simple y bello despliegue de marcas y logos, se pierden la parte más densa. El por qué de ese despliegue, le gustara o no a un hombre que por encima de todo siempre quiso ser rico y famoso, es el verdadero quid de la cuestión.

El por qué de elegir como modelo a una pobre actriz ya difunta es un buen punto de partida para dar con la esencia de la obra de Warhol. Esencia que resulta ser, desde mi punto de vista, nada más y nada menos que la muerte, algo que iría mejor con otra fiesta, la de los difuntos, que hace poco también hemos celebrado.

La muerte como agotamiento, como punto y final de la cadena de consumo, además de cómo proceso vital natural, acaba por convertirse en el eje rector de una obra gigante, engañosa y tremendamente fresca, además de muy lucrativa: hoy en día, las piezas de Warhol alcanzan precios astronómicos en las subastas de arte.

Supongo que si Andy levantara la cabeza de su tumba y viera todo esto, sonreiría encantado y musitaría un malicioso y cínico: ¡Feliz Navidad!.