A fines de los años sesenta, la obra de este artista canadiense dio un giro inesperado. Abandonó el expresionismo abstracto para comenzar a representar el mundo real. Su pintura refleja las tensiones y conflictos del mundo moderno, con un sentido de urgencia que sigue resonando en nuestros días.
Ante una crisis –de cualquier tipo– hay quienes ven un problema, quienes ven una oportunidad y quienes perciben ambas cosas. Quienes se pierden en la negrura de las circunstancias y quienes –valientemente o de manera casi suicida– deciden encender una lamparita y ver qué pasa. El arte,como ese extraño espejo del mundo que es, poco digno de fiar muchas veces, y paradójicamente preciso tantas otras, puede también operar en diversas direcciones cuando el “crack” es inminente o ya inevitable.
Por ejemplo: la particular filosofía artística de Joseph Beuys fue consecuencia –en su mayor parte– de su dramática experiencia como aviador durante la Segunda Guerra Mundial. Su accidente casi mortal, posterior rescate por parte de unos pastores perdidos de la Europa del este y curación gracias al fieltro, miel y grasa animal que éstos utilizaron, forman parte ya de la intrahistoria del arte contemporáneo. Beuys hizo del stress post traumático una virtud, aprendió de la experiencia y la recicló de manera genial. En resumen, le dieron limones e hizo limonada.
Goya, con sus Pinturas Negras o su serie de grabados Los desastres de la guerra, tomaría el camino de la denuncia sin filtros de la estulticia humana. Picasso –con un buen beneficio económico “colateral” para sí mismo, todo hay que decirlo– haría lo propio con el Guernika. De cómo los artistas encaran la adversidad hay ejemplos en todas las épocas: Jacques-Louis David, relator visual de la Revolución Francesa, convirtió la triste muerte de Marat en un hecho épico, heroico y patriótico. Y Caravaggio, mucho menos entregado a ideales elevados, pero quizá sí más lleno de genio que el francés, fue capaz de pintar algunos de los cuadros más asombrosos y, aún hoy, modernos de la historia del arte, mientras era acusado y perseguido por asesinato y vivía, siempre pegado a su espada, como un fugitivo, vagando sin hogar por distintos pueblos y ciudades de la Italia de comienzos del Barroco.
De vuelta al presente, Louise Bourgeois lleva décadas usando como material narrativo y simbólico de trabajo su triste historia familiar –el padre traidor y ausente, la madre sumisa, los engaños y silencios que, siendo niña, tuvo que soportar–, con unos resultados que son cualquier cosa menos una claudicación ante los problemas. Sus arañas gigantes no son enemigas, sino protectoras. Sus jaulas y celdas atesoran el pasado, como una suerte de hechizo que impide que éste se repita. Y así llegamos a otro especialista en el reciclaje de las crisis: el canadiense Philip Guston. Guston despuntó como pintor de renombre en el Nueva York de los años 50. Se le incluía en el grupo de los expresionistas abstractos –Pollock, De Kooning, Rothko, Gorky…– y su propuesta de hecho encajaba muy bien en él. Sus pinturas de la época muestran grandes, equilibradas y estructuradas manchas orgánicas de colores vivos sobre fondos de tonos neutros que se imponen al espectador como presencias fuertes e intensas.
Con ellas fue que Guston encontró su lugar en la competida escena neoyorquina de mediados del siglo xx, y a través de ellas es que todo debería haber seguido su curso, el marcado por la tendencia dominante en la pintura norteamericana de entonces.