La obra de Marcel Duchamp es enigmática como pocas. Octavio Paz, apasionado de las artes visuales, se dio tiempo para escribir sobre este artista francés, considerado como el padre del arte contemporáneo.
Por Beatriz Bastarrica
En algún momento entre 1913 y 1914, el artista francés Marcel Duchamp realizó un acto aparentemente absurdo, pero que, a la postre, se convertiría en una metáfora insustituible para el arte de la segunda mitad del siglo XX.
Duchamp tomó tres pedazos de hilo blanco, cada uno de un metro de longitud, y los dejó caer suavemente sobre una tela oscura desde una altura de un metro.
Cada pedazo de hilo describió una delicada curva sobre la tela. Cada curva, traspasada a sendas y delgadas tablas de madera, se constituyó en una suerte de regleta. Las tres regletas acabarían por conformar un nuevo sistema métrico: el sistema métrico, inexacto, arbitrario, cóncavo y convexo y cargado de sorna, de Marcel Duchamp.
El azar –“azar en conserva” lo llamaría el propio Duchamp-, la ironía sobre la infalibilidad de la ciencia, el uso de materiales ajenos al universo tradicional del arte con la consiguiente desmitificación de este universo… todos estos elementos aparecen en la obra que resultó de este experimento: “Tres patrones zurcidos”. Con toda seguridad, la obra de arte más extraña producida ese año en occidente y una de las dos o tres más extravagantes de las dos primeras décadas del siglo pasado. Al respecto de Duchamp, dice Octavio Paz:
“(…) como todos los poquísimos hombres que se han atrevido a ser libres, Duchamp es un Clown. La libertad no es un saber sino aquello que está después del saber. (…) Los santos no ríen ni hacen reír, pero los sabios verdaderos no tienen otra misión que hacernos reír con sus pensamientos y hacernos pensar con sus juglarías”.
Varias décadas después, en 1966 y 1972, Octavio Paz publicaría un denso, intenso y por momentos desbocadamente poético texto, dedicado al análisis de las dos obras principales de Duchamp: El Gran Vidrio y Dados…, además de varios de sus ready-mades. El libro, titulado Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, y presentado en dos extensos capítulos, es una referencia a la vez ineludible y engañosa para cualquiera que se interese por la ruptura radical que supusieron los envites de Duchamp dentro del arte de su época.
Paz, desde la erudición, pero también desde la poesía, empatiza con Duchamp, desgaja cada uno de los elementos de El Gran Vidrio e, incluso, se aventura a desarrollar sus propias tesis sobre las implicaciones filosóficas y metafísicas de esa máquina de tormento sexual que aún hoy sigue siendo tema de estudio, conversación y por supuesto polémica. Prosigue Paz:
“La empresa era contradictoria por lo siguiente: ¿cómo intentar una pintura de ideas en un mundo que carece de ideas?”.
Duchamp siempre abogó por un arte de ideas más que de productos visuales, lo cual le llevaría al completo rechazo de lo que él llamaba “pintura retiniana”, o sea, aquella que se ocupa únicamente de engañar al ojo, sin proponer reflexiones y vericuetos conceptuales.
¿Cómo intentar una pintura de ideas en un mundo que carece de ideas?, se pregunta un casi pesimista Paz llegado a un determinado punto de su reflexión. La solución que propone Duchamp a este dilema es sencilla: tomando como material de trabajo la única idea que sobrevive en el mundo. El erotismo. El erotismo que funge como punto de partida y llegada en casi todas sus piezas, y que, a la vez, construyó buena parte de la historia privada del artista.
“Para Duchamp el arte es un secreto y debe compartirse y transmitirse como un mensaje entre conspiradores”.
Un ruido secreto es otra de las enigmáticas piezas que produjo Marcel Duchamp. Un rollo de cuerda, en cuyo interior su amigo y mecenas Walter Arensberg introdujo varios pequeños objetos –de naturaleza desconocida para el artista–, y que fue sellado, en sus dos orificios, con otras dos placas metálicas sobre las que se inscribió un texto indescifrable.
Nos encontramos aquí ante otra de esas magníficas metáforas generosamente ofrecidas por Duchamp: el espectador debe “terminar” la obra –agitándola, intentando leerla o lo que quiera que requiera la pieza en turno– pero, a la vez, no debe albergar la esperanza de llegar a entenderla del todo.
Ese gran secreto del arte fue, quizás, uno de los acicates para el francés en sus idas y venidas, en sus abandonos –durante más de veinte años se dedicó casi exclusivamente no al arte, sino al ajedrez– y posteriores reenganches a la maquinaria artística.
Y ese secreto es bien custodiado por Paz, quien nos ofrece un texto contradictoriamente riguroso y subjetivo, descriptivo y poético, erudito y lleno de elucubraciones.
*Fragmentos tomados de Paz, Octavio, Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, editorial Alianza Forma/Era.