Un capítulo importante en la carrera espacial es el que se refiere a la comida –importante nexo entre el astronauta y el planeta–, así como las maneras de prepararla y conservarla. Los beneficios de estos desarrollos tecnológicos también son palpables para el común de los terrícolas.
Por Bernardo González
Es famoso el episodio donde el capitán de la nave Enterprise, frente a la galería-comedor –toda de metal, toda pulcra–, ordena a una especie de bocina: “Un té caliente Earl Grey…” y súbitamente, después de un corto y discreto haz de luz, aparece dentro de un recoveco cuadrado una humeante taza de té, todo esto realizado por el “replicador de comida”, increíble y futurista aparato que permitía obtener tu comida predilecta, en la presentación e instante elegido.
Pues bien, el desarrollo de la ciencia molecular está logrando que por medio de la nanotecnología se pueda programar alimentos, esto es: agregarles ciertas características nutricionales, además de color y sabor. Se trata de crear nuevos comestibles a partir de estas nanopartículas (unidades más grandes que los átomos y las moléculas), y así ofrecer un nuevo y enriquecido catálogo de alimentos funcionales que realcen y cuiden aspectos como calidad, seguridad, aroma y sabor. Algo parecido a lo que lograba el “replicador de comida” del, Enterprise.
Así, mientras en Harvard una comunidad de científicos se entretiene con las primeras etapas de este futurista aparato, en Japón el Instituto de Tecnología de Tokio está desarrollando un “grabador de aromas”. Un artefacto compuesto por 15 narices electrónicas que combinadas entre sí detectan una gran variedad de olores. Posteriormente, este aparato mezcla algunos de sus 96 componentes químicos no tóxicos y reproduce –hasta ahora exitosamente–los aromas que ha olfateado. Dentro de sus registros se encuentran varietales de vinos tintos, pan recién hecho, naranja, plátano, melón e incluso diferentes variedades de manzana.
Por otro lado, la domótica (tecnología dentro de la casa, empleada para los llamados “edificios inteligentes”), registra sorprendentes avances en el área de la cocina: desde llevar el control de las existencias del refrigerador y programar qué comer para consumirlo en el estado óptimo, hasta hacer pedidos automáticos on-line al súper.
El siguiente paso en esto de la domótica lo está dando un equipo de investigadores del prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), con el desarrollo de una cocina inteligente –CounterACTIVE–, capaz de sugerir recetas, mostrar imágenes y proyectar videos que enseñarán y acompañarán la realización de las recetas, además de ofrecer información nutricional. La cocina está equipada con censores para que comprenda qué ocurre y qué se requiere en cada momento. Al tocar las imágenes y dibujos que aparecerán sobre la barra-pantalla, el usuario seguirá la receta paso a paso.
Aunque pareciera exclusiva de naves y estaciones espaciales, lo interesante de toda esta revolución tecnológica alimentaria es que, de alguna manera, también nos beneficia a los terrícolas sin planes de mudarnos a otro planeta o galaxia.
Pues bien, hace ya algunas décadas que esta tecnología nos acompaña cotidianamente. La vemos, por ejemplo, en las “papitas” que vienen en empaques metálicos, en las sopas de fideos Ramen a las que sólo se les agrega agua caliente, en la popularización de cazuelas y otros utensilios de teflón –que nació como protector de la nariz de la nave Saturno V–, en las papillas para bebés y complementos alimenticios para adultos mayores, en el café soluble, en la purificación casera del agua, en la leche en polvo y en el horno de microondas.
Y ahora también encontramos tecnología espacial en la moderna liofilización –método de conservación de alimentos mediante la cocción, congelación y posterior remoción del agua–, así como en la congelación con nitrógeno que más de algún chef laureado gusta de ofrecer a sus exclusivos comensales.
Breve historia de la gastronomía espacial
Es sabido que aquellos que eligen la profesión de astronautas se enfrentan a las más duras exigencias. Son sometidos a experimentos extremos y manejan altos niveles de estrés y de presión. Por tal motivo, los programas de exploración espacial privilegian a la comida como el sólido puente entre el cosmonauta –humano al fin– y su especie.
A 300 kilómetros de distancia de la Tierra, la comida no sólo es una necesidad básica, sino que se transforma en una memoria reconfortante del hogar. Comer es el único momento físico-biológico placentero en el que el astronauta se puede desconectar de sus ocupaciones y puede reactivar sus sentidos paladeando, probando, recordando, degustando, evocando, sintiendo, fantaseando.
Es curioso que tanto la NASA, como la Agencia Espacial Europea (AEE) y la Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial (AJEA) le dan una importancia especial a la comida, y la mantienen lo más casera o posible, debido a que la consideran como un pilar en la tranquilidad mental de sus pasajeros. La comida es al fin el cordón umbilical con la Madre Tierra.
Los inicios de esta carrera gastronómica espacial no fueron precisamente sabrosos. En los inicios de los años sesenta, el astronauta norteamericano John Glenn fue la primera persona en cenar fuera de este mundo, piloteando el Friendship 7, –en la primera misión tripulada norteamericana para orbitar la tierra–. Glenn comió una salsa espesa sabor a manzana que tenía que exprimir de un envase igualito a los de las pastas de dientes.
Desde entonces la tecnología ha evolucionado bastante y la comida para los astronautas hace tiempo que dejó de consistir sólo de pequeños cubitos de alimentos deshidratados y cubiertos de gelatina, para evitar que las migajas provoquen daños a los equipos o sean aspiradas por los pasajeros y se transformen en un problema, incluso fatal.
El menú espacial ha crecido y hoy en día los astronautas pueden disfrutar, por ejemplo, de un coctelito de camarones –de hecho, el plato más solicitado en la historia de la comida espacial–, así como de pavo, crema de pollo y verduras y pudín de caramelo, todo ello liofilizado.
Gracias a la técnica de encapsular la comida en bolsas, a las que sólo se les inyecta agua caliente, durante sus excursiones espaciales los astronautas pudieron utilizar ¡una cuchara! Tenedores, cuchillos y tijeras (para cortar la infinidad de bolsitas) también están disponibles en cada viaje.
En 1973 la estación espacial Skylab se permitió más espacio, y por lo tanto más comodidades y hasta ciertos lujos para sus tripulantes. Por ejemplo, fue la primera vez en las que tres de los astronautas podían sentarse a comer, puesto que tanto la mesa como las sillas estaban equipadas con tiras del entonces novedoso velcro que permitía sujetar tanto a los comensales como a ciertos instrumentos en gravedad cero.
Además, dicha estación espacial contaba con un pequeño refrigerador y congelador que incrementó a 72 las opciones de menú. Entre las novedades había tocino, sándwiches de carne, pudín de chocolate, ensalada de atún, y una variedad de 20 bebidas, como café, jugo, té, sidra (claro, todo en polvo).
A mediados de los ochenta, las comidas extraterrestres empezaron a parecer aún más hogareñas. En la despensa había cereal inflado, barras de granola y huevos revueltos para desayunar; consomé de pollo, medallones stroganoff, crema de champiñones, pollo a la cacerola, macarrones con queso; y de postre, brownies de chocolate.
En el presente siglo los viajeros espaciales gozan de algunos nuevos beneficios, como un menú de 200 opciones entre las que se encuentran la posibilidad de comer fruta y verdura fresca en su estado natural –sólo durante los dos o tres primeros días de viaje– como kiwi, naranja, piña, manzana, durazno, plátano, zanahoria y apio.
Los astronautas contemporáneos también tienen acceso a comidas étnicas como jambalaya –una especie de paella, estilo Cajún de Nuevo Orleáns–, guisado de cordero (estilo ruso), carne al estilo goulash, huevos a la mexicana, pollo teriyaki, y espagueti boloñesa.
A mediados de 2005, la Agencia Espacial Europea sorprendió a la comunidad internacional cuando invitó al celebérrimo chef francés Alain Ducasse para el diseño de menús fuera de este mundo: codornices asadas, pechugas de pato rellenas con alcaparras, pollo al queso con retoños de apio y puré de papas con nueces, y de postre un muy gourmet arroz con leche. Para finales de 2007, se le encomendó la elaboración de comidas para ocasiones especiales como la noche de Año Nuevo, los cumpleaños o la llegada de nuevas tripulaciones a la Estación Espacial Internacional.
Al fin y al cabo, creo que una de las cosas que nos muestran o nos hacen reflexionar la literatura, el cine, las series de ciencia ficción como Viaje a las estrellas o la idea del hombre en el espacio, es el reconocimiento de nuestra identidad universal; las similitudes como clan, como grupo, –en este caso concreto, en el amplísimo tema de la gastronomía– y el aprecio que tenemos y reflejamos por nuestra casa, nuestro terruño, nuestra Tierra, por los fideos de mamá, el fruitcake de la abuela o el taco de la esquina. Parece que la conquista espacial dependerá en buena parte del desarrollo alimenticio terrenal.